“La
identidad cultural de un pueblo viene definida históricamente a través
de múltiples aspectos en los que se plasma su cultura, como lengua,
instrumento de comunicación entre los miembros de una comunidad, las
relaciones sociales, ritos y ceremonias propias, o los comportamientos
colectivos, esto es, los sistemas de valores y creencias. (…) Un rasgo
propio de estos elementos de identidad cultural es su carácter
inmaterial y anónimo, pues son producto de la colectividad. Precisamente
por ello el ‘monumento histórico’ es especialmente eficaz como
condensador de estos valores, es decir, por su presencia material y
singular: frente al carácter incorpóreo de los elementos culturales
citados, el ‘monumento’ es, por el contrario, un objeto físicamente
concreto que se reviste de un elevado valor simbólico que asume y resume
el carácter esencial de la cultura a la que pertenece; el ‘monumento’
compendia las preeminentes capacidades creativas y testimoniales de esa
cultura. El reconocimiento de ese valor, hasta el punto de identificar a
una cultura por el conjunto de sus monumentos fue un proceso arduo y
prolongado que, (…), culminó en el siglo XIX. Sin embargo, esta
identificación de una determinada cultura o civilización con sus
monumentos llevó a postergar el interés por una multitud de objetos
dotados de una capacidad documental, más o menos compleja, como
testimonios de cultura, y, como tales, igualmente insustituibles. La
necesidad de superar, o completar, el concepto de ‘monumento’ para
lograr una noción más amplia que integrara a todos estos objetos hasta
entonces relegados ha dado lugar a la formulación y desarrollo, durante
la segunda mitad del siglo XX, del concepto moderno de ‘bien cultural’.”
Ignacio González Varas: Conservación de Bienes Culturales, Cátedra, 1999.
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